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¿La bandeja paisa y el sancocho de Colombia en peligro? ¿Un desayuno sin arepas o un pabellón incompleto en Venezuela?, ¿el arroz en peligro en Panamá y Bolivia? Esto fue lo que encontramos, debido al impacto del cambio climático en los sistemas agroalimentarios de varios países latinoamericanos. (*)

 

Si pensamos en Colombia es muy probable que lo primero que venga a nuestra mente sea una bandeja paisa grande y abundante o un delicioso ajiaco. ¿Y en Venezuela? Arepas con decenas de rellenos distintos es la respuesta inmediata. ¿Perú? Ceviche, ¿México? Tacos ¿Argentina? Asado, ¿El Salvador? Pupusas. Y, así, podríamos pasar horas enumerando platos variopintos y sabrosos que identifican a cada uno de nuestros países en Latinoamérica, donde, además, tenemos tantos ingredientes en común.

La comida nos une. A cada uno de nosotros se nos hace agua la boca por algún plato que hace parte de nuestra tradición gastronómica y de nuestra historia. Son comidas que saben a familia, a reunión, a infancia y a amigos. Son platillos que han estado en nuestro paladar por generaciones.

Pero, ¿y si dejaran de estarlo?

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) advierte que “los sistemas agroalimentarios siguen siendo muy vulnerables a las crisis y perturbaciones derivadas de los conflictos, la variabilidad del clima y los fenómenos climáticos extremos y la contracción económica”. 

¿A qué se refiere? A las proyecciones de cambios en los patrones de lluvia, al posible aumento de la temperatura de al menos 2,5° y a la intensificación de eventos climáticos que podrían incidir en las siembras y cosechas, traer nuevas plagas, influir en los conflictos por la tierra e impactar en la productividad de nuestros campos y en el precio y consumo de nuestros alimentos.

El Banco Mundial instaba en junio de 2023 a “adoptar medidas urgentes para combatir todas las formas de malnutrición, en particular medidas climáticamente inteligentes”. En sintonía, la organización internacional Acción contra el hambre propone la agroecología, la agrosilvicultura o incluso la hidroponía como medio para “la implementación del derecho a la alimentación, proporcionando nuevas bases para un sistema alimentario sostenible, una agricultura resiliente y una buena nutrición”.

Y no hablamos de un futuro lejano. Acción contra el hambre asegura que “el cambio climático ya está teniendo un impacto importante en la seguridad alimentaria y los medios de vida de un gran número de pequeños productores. Actúa como un factor agravante en áreas que ya son extremadamente vulnerables y pueden exacerbar las tensiones entre comunidades cuando el acceso a los recursos naturales es una cuestión de supervivencia”.

Sí, el cambio climático podría afectar nuestra seguridad alimentaria, provocar hambre; y en el camino afectar también nuestro patrimonio culinario, no menos importante si consideramos que forma parte de nuestra identidad.

“Los productos de la tierra y las cocinas locales comparten tanto su singularidad como una complejidad que se deriva de referirse, simultáneamente, a prácticas y técnicas vivas, por un lado, y a las identidades, a lazos afectivos y a preferencias gustativas específicas por otro”, reflexiona el catedrático Xavier Medina, de la Universitat Oberta de Catalunya.

No por nada, desde hace poco más de una década, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) comenzó a incorporar propuestas culinarias como  Patrimonio Cultural Inmaterial. “Su salvaguarda afecta a las comunidades y colectivos que sustentan ese patrimonio; a formas de vida y de organización social; a la permanencia de muchos individuos en sus lugares de origen; a ecosistemas amenazados y espacios naturales con un alto valor patrimonial; y a la diversidad genética y cultural de la alimentación”, reitera Medina.

Por ello, pensar que en Venezuela pueda caer la producción de arroz o maíz, que en Colombia se pueda ver afectado el frijol, que en Bolivia se cosechen menos hortalizas o que en Panamá la caída del trabajo en los campos fomente una mayor importación y aumento de precios, no solo representa un peligro para nuestra capacidad de alimentarnos de forma óptima, sino también un riesgo para la protección de nuestra cultura.

Este es el menú de nuestros platillos favoritos en peligro.

COLOMBIA: ¿La bandeja paisa y el sancocho en peligro?

Estos emblemáticos platillos colombianos podrían padecer hasta su desaparición las consecuencias del cambio climático y el abandono rural.

Por María Clara Valencia Mosquera

"A las seis de la mañana, Nydia Zoraida Caro enciende su fogón. Cuando le encargan sancochos de gallina en su negocio de cocina tradicional, llena la olla de agua y mezcla carne blanca, mazorca, arracacha y papa. Los condimentos de su huerta complementan el platillo.

Desde niña, Nydia, de origen campesino, ha estado vinculada a la tierra, a las huertas y al fogón de leña que aún utiliza para preservar la tradición gastronómica que aprendió de sus padres en Ramiriquí, un municipio ubicado a 145 kilómetros al norte de Bogotá, en las montañas de los Andes colombianos. Además de sancochos, su cocina produce diversas sopas con maíz amarillo y blanco, guarapos, coladas... Y cuando suenan las melodías del festival internacional de maíz en Ramiriquí, que se celebra cada julio, Nydia destaca la riqueza culinaria de su cocina, y su región.

Quienes conocen de cocina, como ella, saben que para preparar un sancocho deben subir a la montaña a cosechar papas y recolectar cebollas, cilantro y perejil. Además, deben aventurarse a tierras cálidas para obtener plátanos verdes. En ese mismo terreno, recogen yucas, las cortan y pelan antes de añadirlas a la olla. En un sancocho se reflejan todos los pisos térmicos del país.

Sin embargo, esta deliciosa tradición está en peligro. Los cambios de temperatura y los patrones de lluvia irregulares amenazan con reducir la disponibilidad de ingredientes provenientes de las montañas.

¿Qué tal una bandeja paisa?

Arroz blanco, frijoles, plátano, arepa de maíz y proteína animal, generalmente cerdo. Es una comida típica colombiana, pero cada vez se vuelve más internacional. No necesariamente porque sea apreciada en todo el mundo, sino porque depende cada vez más de importaciones debido a los cambios climáticos y al abandono histórico del campo, factores que amenazan las recetas más tradicionales de esta nación megadiversa.

En 2018, por ejemplo, se estimó que las pérdidas del sector agrícola por variabilidad climática y eventos extremos llegaban a 168.000 millones de pesos colombianos anuales (unos 41 millones de dólares al cambio actual). Según el documento ‘Agricultura colombiana: adaptación al cambio climático’, del Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), “en la última década, las variaciones climáticas relacionadas con el fenómeno de El Niño y La Niña han traído serios retos para la agricultura colombiana, demostrando que muchos agricultores no tienen la capacidad de manejar efectivamente el riesgo y de adaptarse a fluctuaciones climáticas y catástrofes”.

El fenómeno de El Niño, que generalmente se asocia con una disminución de las lluvias en relación con el promedio histórico mensual y con un aumento de las temperaturas del aire, especialmente en las regiones Caribe y Andina, significó para Colombia pérdidas de alrededor de 2,064 millones de dólares entre 1997 y 2016. Para el segundo semestre de 2023 la situación podría empeorar pues está prevista su llegada nuevamente.

Además, a largo plazo se pronostica un aumento promedio de la temperatura anual de 2.5 °C en Colombia para 2050, y es probable que la precipitación aumente un 2.5% a mediados de siglo. Pero en algunas regiones disminuirá. El informe también señala que "sin una adaptación acelerada, el cambio climático podría resultar en la degradación del suelo y la pérdida de materia orgánica en las vertientes andinas, inundaciones en las costas del Caribe y el Pacífico, la disminución de los hábitats para el café, los cultivos frutales, el cacao y el banano, cambios en la prevalencia de plagas y enfermedades, el deshielo de los glaciares y el estrés hídrico”.

Las amenazas climáticas

Miguel Durango, líder de una iniciativa de agricultores en el Caribe colombiano, enfatiza la falta de una política integral del agua y de una gobernanza efectiva para enfrentar los riesgos. “Estamos con los calzones abajo para enfrentar el fenómeno del Niño que está llegando”, dice desde el caribe. Se requieren acueductos comunitarios y gestión del agua para poder enfrentar las sequías. Necesitamos sistemas de riego y drenaje”.

Una situación que pone en riesgo uno de los alimentos favoritos del país suramericano: El frijol. En Colombia, se comercializan más de 15 variedades de esta leguminosa, todas vulnerables a climas extremos. El exceso de lluvia y sequía afecta su producción. En 2022, durante el fenómeno de La Niña, muchos agricultores dejaron de sembrar debido al exceso de lluvias durante la etapa de crecimiento.

Una situación se reflejó en el comportamiento del mercado. Según la Federación Nacional de Cultivadores de Cereales, Leguminosas y Soya de Colombia (FENALCE), en 2022 se comercializaron 168.711 toneladas de frijol, de las cuales 53.381 toneladas fueron importadas, marcando un aumento en las importaciones.

 “Que la comida no la produzcamos nosotros, sino que nos la ofrezca un tercero es una dependencia muy grave y una vulnerabilidad de la seguridad alimentaria muy riesgosa”, dice Henry Vanegas Angarita, gerente de la entidad. “Que dependamos de la importación es como si el vecino nos hiciera el mercado”, añade.

El desafío de la producción de frijoles en Colombia se agrava por la falta de tecnología y el impacto constante del cambio climático. Esto, junto con el conflicto armado interno, los conflictos internacionales y los efectos de la pandemia en la importación de insumos agrícolas, ha contribuido al aumento de precios de alimentos. Para marzo de 2023, el precio del frijol rojo en Bogotá aumentó un 81,84%, lo que refleja la vulnerabilidad de productos autóctonos que carecen de apoyo estatal.

En la Colombia de la bandeja paisa, el frijol se importa porque su producción nacional está en manos de los pequeños agricultores, que son quienes producen el 80% del alimento que consume el país. Lo cultivan en los distintos pisos térmicos y, sin embargo, no tienen apoyo técnico ni canales de comercialización que les garantice la sostenibilidad, y por eso, ante los embates del clima no pueden sembrar.

“Además porque muchas veces no son dueños de tierra y por eso no pueden acceder a ayudas”, explica Sonia Gallego, ingeniera de alimentos y coordinadora el área de postcosecha y desarrollo de productos alimenticios del Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT) y la alianza Biodiversity International.

El maíz, en el ADN colombiano

El maíz, un pilar de la gastronomía colombiana, va más allá de la arepa de maíz blanco en la bandeja paisa. Cada región del país tiene su propia versión de la arepa, gracias a la diversidad de maíces presentes. Según el antropólogo y profesor Luis Vidal de la Universidad de Antioquia, "el maíz y el frijol están en nuestro ADN y nos conectan con el territorio".

Sin embargo, las cifras de la Federación Nacional de Cultivadores de Cereales, Leguminosas y Soya (FENALCE) revelan una preocupante dependencia de las importaciones de maíz. En 2022, de las 1,064,260 toneladas de maíz blanco comercializadas en Colombia, 378,645 fueron importadas. Además, mientras se produjeron 1,235,563 toneladas de maíz amarillo, se importaron 6,119,648 toneladas del mismo.

El cereal, vulnerable a fenómenos climáticos extremos como las lluvias, enfrenta un futuro desafiante. Según un estudio el CIAT  y Biodiversity International, se esperan reducciones en los rendimientos del maíz en todas las regiones maiceras del país debido al cambio climático. La variabilidad en las temperaturas y las precipitaciones afecta negativamente el crecimiento y la productividad del cultivo.

Para el 2050 se proyecta que las áreas aptas para la producción de maíz experimentarán cambios de temperatura significativos, lo que podría reducir la productividad hasta en un 30% para 2030, dice el estudio. Estas amenazas también podrían aumentar la dependencia de las importaciones de maíz de Estados Unidos, que, paradójicamente, espera un aumento en los rendimientos debido al cambio climático.

Pero, además, hay que considerar que el maíz no sólo es esencial para la alimentación humana, sino que también desempeña un papel fundamental en la alimentación animal, afectando indirectamente a la carne de pollo, cerdo y otras fuentes de proteínas antes de llegar a nuestras mesas. La vulnerabilidad del maíz podría generar un efecto dominó negativo en la seguridad alimentaria y las cadenas de suministro.

Los desafíos del plátano

Si para estas alturas pensamos que lo esencial está amenazado, tenemos que reparar en el plátano, el cual se enfrenta a desafíos debido al aumento de las lluvias, lo que ha provocado un aumento significativo en los precios y dificultades de acceso para muchas familias. Esta fruta desempeña un papel crucial en la seguridad alimentaria de los colombianos al formar parte de la canasta básica familiar. Sin embargo, en 2022, Colombia experimentó una inflación alimentaria del 29%, con el plátano liderando el aumento de precios, seguido por el pollo.

A nivel mundial, Colombia ocupa el quinto lugar como productor de plátano. Aunque el rendimiento promedio por hectárea ha aumentado en los últimos años, llegando a 8.3 toneladas por hectárea en 2019 desde las 7.3 toneladas por hectárea en 2007, se experimentó una disminución en las áreas sembradas y la producción en 2018 debido a condiciones climáticas adversas en diversas zonas del país.

La papa, cada vez más arriba

Hablemos de la papa… Sus cultivos (y el de muchos tubérculos) están escalando cada vez más alto en las montañas debido al aumento en la temperatura. Han llegado hasta la altura de los páramos, esos reservorios de agua que proveen el 70% de ese líquido en el país y que deberían permanecer intactos si se quiere garantizar la humedad de las comidas. Pero esos ecosistemas cada vez se reducen más por cuenta de los cultivos. Si los tubérculos siguen subiendo, pronto ya no quedará agua para sembrarlos ni para el consumo en el resto del país.

Según datos del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM), las proyecciones climáticas indican un aumento de la temperatura media en algunas regiones productoras de papa, con un rango de 0.51 a 1 °C para el período 2011-2040. Además, se prevé un incremento de 2.5 °C para 2030 y 2.9 °C para 2050 en las zonas de producción de papa, principalmente en el departamento de Cundinamarca, en el corazón de Colombia.

Este cambio climático se traduce en menores rendimientos de cultivos de papa, impactados aún más por patrones de precipitaciones irregulares, incluyendo lluvias concentradas y largos períodos de sequía. En el departamento de Cundinamarca, se anticipa una disminución de los rendimientos en la próxima década, con pérdidas que oscilan entre el 5% y el 35% en comparación con el período 2000-2010.

Adicionalmente, se pronostica un aumento en plagas y enfermedades en los cultivos de este tubérculo en regiones situadas por debajo de los 2500 metros sobre el nivel del mar. Se suma a estas preocupaciones el riesgo del fenómeno del Niño, que podría desencadenar estrés hídrico en los cultivos, reduciendo aún más su rendimiento.

Los pequeños productores, que constituyen el 45% de la producción nacional, son especialmente vulnerables debido a su limitada capacidad de adaptación. “En general las prospectivas para la papa para Colombia no son alentadoras. Se proyectan pérdidas de rendimientos en las grandes zonas productoras y una migración de la aptitud ecológica del cultivo hacia zonas de alta relevancia ambiental como los páramos”, concluye el estudio.

Defender la Comida

Ante este panorama es imperante la acción de los distintos sectores para buscar una adaptación efectiva a los nuevos escenarios climáticos. Desde 2018, Colombia oficializó las mesas agroclimáticas en sus departamentos, una colaboración entre académicos, el gobierno y gremios de productores. Según Yenny Fernanda Urrego, ingeniera agrónoma y profesora de la Universidad del Tolima, estas mesas se reúnen mensualmente para analizar pronósticos climáticos, incluyendo fenómenos como El Niño y La Niña. A partir de estas reuniones se genera el boletín Agroecológico, que se distribuye en varios medios para que los agricultores puedan tomar decisiones informadas para proteger sus cultivos.

Pero la medida no es suficiente, pues estos boletines no llegan a todos los campesinos, especialmente a aquellos en áreas remotas que quizás sean quienes más necesitan apoyo.

Los expertos sugieren que una estrategia más efectiva para enfrentar esta problemática radica en la rica biodiversidad de Colombia, ya que Colombia es el segundo país más biodiverso del mundo.

En este sentido, un ejemplo exitoso se encuentra en Montes de María, en el Caribe colombiano. En el Municipio de Tolúviejo, a media hora de Sincelejo, capital del departamento de Sucre, la asociación campesina Asocomán ha establecido pequeños patios con más de 20 especies comestibles, que proporcionan una alimentación saludable y generan ingresos para 24 familias asociadas.

Este modelo sostenible se creó gracias a una iniciativa de United States Agency For International Development (USAID), que buscaba brindar alternativas económicas a los campesinos mientras protegía el bosque. Los campesinos han aprendido a sacar provecho de cada fruto, cuidar el entorno, calcular costos de producción y acceder a mercados justos. Antes, se desperdiciaban muchos frutos porque no tenían a quién venderlos. Hoy en día, en alianza con más de 20 restaurantes en todo el país, han establecido un proceso 100% sostenible.

Los restaurantes participantes crean sus menús basados en la disponibilidad de productos de la asociación, en lugar de al revés, y organizan festivales para aprovechar las cosechas excedentes.

Jaime Rodríguez, fundador del restaurante Celele en Cartagena, explica que este proyecto paga a los agricultores por recolectar alimentos y así valorar lo que está en el ecosistema y evitar la tala de árboles y cultivos que podrían verse afectados por las variaciones climáticas. Este enfoque ha dado lugar a creaciones culinarias únicas, como ensaladas de flores del Caribe y flan de orejero, que no solo son deliciosas sino que también utilizan productos locales.

 El reto principal es la adaptación. Se están explorando qué cultivos pueden recuperar suelos y cuáles son resistentes a sequías y lluvias intensas. Además, se están recuperando semillas criollas que permiten adaptar el suelo de manera agroecológica.

Miguel Durango, agrónomo y líder del proyecto, destaca la importancia de que esta iniciativa sea sostenible en términos ambientales, sociales y económicos. Hoy, solo de plátano, se producen en esos patios más de 16 variedades, y en el caso de mango, suman unas 36.

Un búnker para la biodiversidad

En un mundo donde el cambio climático amenaza la seguridad alimentaria, Colombia se ha convertido, a su vez, en un refugio de diversidad agrícola vital. En este país se encuentra uno de los 15 bancos de germoplasma, conocido como 'Semillas del Futuro', que alberga una impresionante colección de más de 67,000 variedades de fríjol, yuca y forrajes tropicales, con más de 36,000 tipos de frijol.

Allí se resguarda la diversidad genética de especies vegetales fundamentales para la agricultura y la alimentación, muchas de las cuales poseen rasgos de resistencia a temperaturas extremas, sequías e inundaciones. La yuca, por ejemplo, es un cultivo resistente y esencial para agricultores de recursos limitados que no pueden fertilizar sus tierras.

El frijol, por su parte, despierta importancia debido a su diversidad y su papel como alimento básico en muchas dietas. A medida que la agricultura se industrializó en el pasado siglo, se priorizaron variedades de alto rendimiento, lo que llevó a la pérdida de diversidad.

El banco 'Semillas del Futuro', gestionado por el Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT) y la Alianza de Bioversity International, se encuentra en la ciudad de Palmira, cerca de Cali, en el Pacífico colombiano.

Paradójicamente este resguardo ha venido a institucionalizar un quehacer que los campesinos y los indígenas han ejercido desde tiempos remotos pero que hasta hoy parece importarnos.

“Las comunidades rurales han conservado la diversidad y eso es lo que debemos mantener. Será la solución cuando la situación se ponga crítica”, dice Eduardo Martínez, agrónomo y propietario del reconocido restaurante Minimal, en Bogotá, quien lidera en su restaurante un proceso  de producción de alimentos sostenible ambiental, social y económicamente, con comunidades amazónicas y del pacífico colombiano.

Hoy más que nunca, la situación exige que recobremos nuestras prácticas comunitarias y ancestrales de la mano del conocimiento científico y la política pública para adaptarnos a la nueva realidad climática.

Pensando bajo la Lluvia

Carlos Toto Sánchez, investigador gastronómico y profesor en la Universidad de la Sabana, destaca que la pérdida de soberanía y seguridad alimentaria equivale a una pérdida de identidad y, con ello, de cultura.

La relación intrínseca entre territorio y alimentación forma parte de nuestra esencia. La comida no solo nutre nuestro cuerpo, sino que también educa, regula las relaciones humanas y fomenta la comunidad, ya que la mayoría de nuestros platos tradicionales están diseñados para compartir, no para ser consumidos en soledad. Como señala Sánchez, "la comida es un pilar fundamental de la cultura de cualquier comunidad y está íntimamente vinculada a su territorio y su historia. Por lo tanto, perder un producto es perder parte de la identidad y la historia".

Luis Vidal complementa este punto, explicando cómo la comida tradicional se conecta con el paisaje circundante y nuestras raíces culturales. La tradición de consumir "un claro de maíz" (una preparación líquida) en una "totuma" resalta la importancia del vínculo con las generaciones pasadas y nuestra historia: “A través del maíz nos integramos con el territorio”,  dice el antropólogo y profesor de la Universidad de Antioquia.

El cambio climático ha desorientado a los agricultores, que enfrentan cambios impredecibles en los patrones de lluvia y otros eventos climáticos extremos. Como resultado, muchos están abandonando la agricultura. Vidal señala que "cambiamos el clima y los ciclos de reproducción de los animales, las floraciones y la polinización por insectos. Cambiamos el clima, y este terminó cambiandonos a nosotros".

VENEZUELA: Los efectos del cambio climático se exacerban con la inacción gubernamental

ArepasVenezuela

¿Un desayuno sin arepas? ¿Un pabellón incompleto? ¿Ir a la playa y no encontrar el pescado de siempre? Las proyecciones mundiales sobre el aumento de temperaturas y cambio de patrones de las precipitaciones no son favorables para el trópico, del que hace parte Venezuela. Estudios locales estiman que en los próximos años caerá la producción de arroz y maíz, entre otros cultivos; paralelamente, un coral invasor aleja a las especies marinas de la costa y disminuye considerablemente la pesca. Ante un escenario donde el Estado no toma medidas de forma oportuna, las consecuencias podrían modificar nuestras dinámicas alimentarias, sociales y económicas en un futuro no tan lejano.

Por: Johanna Osorio Herrera

Emily nació en una familia de cocineros. Desde su primer hermano hasta ella, la novena, todos aprendieron el arte de cocinar con su mamá. Ahora, con más de 40 años, cuando recuerda la comida de su madre, piensa inmediatamente en dos platos: el pabellón —una bandeja de origen campesino que se consume en todo el país y que contiene arroz, carne, caraotas (frijol negro) y tajadas fritas de plátano— y la hallaca —un plato navideño cuyo principal ingrediente es la masa de maíz, rellena con diversas carnes, envuelta en hojas de plátano en las que se hierve—, similar al tamal que se consume en otros países de la región.

Sin embargo, dos de los principales ingredientes de ambos platos que, a su vez, son primordiales para otros platos fundamentales en la gastronomía venezolana, como es el caso del maíz blanco para la preparación de la muy representativa arepa, son amenazadas por el cambio climático.

De acuerdo con la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales (Acfiman) en Venezuela el cambio climático provocará pérdidas de hasta 25% en cultivos, menor disponibilidad de agua y, sumado a otras secuelas, más personas en pobreza extrema. Esto coincide con lo que ya advertía la Organización de la Naciones Unidas para la Agricultura y Alimentación (FAO), en su Estudio del impacto del cambio climático sobre la agricultura y la seguridad alimentaria en Venezuela, hace más de una década.

¿Cómo se traduce esto en nuestros platos? ¿Es que acaso el cambio climático cambiará lo que tradicionalmente comemos? ¿Cómo reacciona un país, su gente, ante la pérdida de sus platos más amados?

“La identidad no se decreta, la identidad se vive, se guarda, es parte de la memoria”, asegura Ocarina Castillo D'Imperio, antropóloga experta en antropología alimentaria. Explica, sin embargo, que aunque esta depende de la geografía, experiencias familiares y sociales o con la memoria del gusto, nuestro patrimonio culinario es todavía más amplio y que conocerlo y conservarlo es el camino para cuidar nuestra seguridad alimentaria ante el cambio climático, pero también una oportunidad para el rescate de lo que llamamos identidad.

“Durante los momentos más severos de la crisis, entre 2014 y 2016 (que si bien no estuvieron ligados al cambio climático, nos mostraron escenarios posibles ante la escasez), la gente tuvo que volver a sus recetarios y estrategias familiares, porque era lo que se conseguía. Ante la contracción de las importaciones, la gente tuvo que mirar hacia lo que había, ¿y qué era lo que había? Productos de nuestra despensa originaria”, recuerda la experta. “No había, por ejemplo, uvas ni manzanas ni kiwis, pero había lechosa, guanábana, melón. Muchas personas descubrieron nuestros carbohidratos, nuestros tubérculos, que siguen siendo alimentos económicos y de fácil acceso, pues al ser parte de nuestra agricultura popular tradicional se consiguen y no están sujetos a las cadenas agroalimentarias, no están sometidos al dominio de las semillas importadas”.

¿Encontraremos entonces en nuestras despensas originarias, y en cultivos sostenibles y regeneradores, una alternativa ante estas predicciones agroclimáticas y una oportunidad para el rescate de lo que llamamos identidad?

Mientras hallamos respuestas, el aumento de las temperaturas y el cambio de patrón en las precipitaciones atentan, entre otros cultivos, contra los más consumidos en el país: el arroz y el maíz. Paralelamente, una especie invasora inesperada, producto de la intervención humana, se convierte a la vez en un desastre ambiental inédito y en el némesis de pescadores en casi toda la costa venezolana, mermando considerablemente la pesca. Juntos, y ante medidas estatales insuficientes, atentan contra nuestra seguridad alimentaria, ya golpeada por una Emergencia Humanitaria Compleja que llegó en 2016 y que todavía no parece tener fecha de partida.

“Un pabellón sin arroz no es pabellón”

Para que el arroz tenga gusto, Emily primero hace un sofrito. Pone ajo, pimentón y cebolla en la sartén y cuando se doran y la cocina entera se llena de sus olores, agrega el arroz, que previamente lavó y seleccionó. Lo saltea un poco, dice que así el grano se cuece justo en su punto, ni más ni menos. Luego agrega el agua y tapa la olla. Es lo penúltimo, antes de freír las tajadas de plátano, que prepara cuando hace pabellón: las caraotas y la carne mechada las monta varias horas antes para asegurarse de que todo quede blando y luego bien sazonado.

Aunque parece el ingrediente más simple del plato, es el arroz el que aporta la neutralidad con la que contrastan todos los demás sabores dulces y salados. “Sin arroz no hay pabellón”, dice Emily, y es verdad.

Pero, de acuerdo con proyecciones agroclimatológicas, el arroz del pabellón de Emily —ingrediente infaltable, casi a diario, en el plato de todos los venezolanos— está en riesgo.

“Los principales factores climáticos que afectan a la agricultura son los cambios en la temperatura y la precipitación. Los comportamientos extremos en ambos factores son cada vez más constantes y sus efectos, detrimentales; tal es el caso de las sequías, las inundaciones y las olas de calor extremas, para las cuales es difícil disponer de medidas de adaptación”, explica Aníbal Rosales, ingeniero agrónomo de la organización Grupo Orinoco y parte de los 60 especialistas de diversas áreas que trabajan en el Segundo Reporte Académico de Cambio Climático en Venezuela (Dracc) de la Acfiman.

Rosales advierte que, según proyecciones de una investigación del Grupo de Agricultura del Segundo Reporte del Cambio Climático, en Venezuela habrá, para el año 2060, reducciones de hasta casi 200 mm de precipitación anual para el oriente del país y muy escasa reducción en las regiones occidentales. En lo que respecta a la temperatura, se estiman variaciones en 1,8° C.

Son proyecciones que parecen lejanas, pero estos cambios en la temperatura comenzaron a afectar los cultivos de arroz en el país desde 2018. Ese año y el siguiente, la temperatura nocturna en Portuguesa, Guárico, Cojedes y Barinas, estados de la región llanera del país, ascendió a 25° C.

Este aumento en la temperatura, en un horario en el que las plantas respiran, se tradujo en cosechas perdidas: al calentarse el ambiente, la planta debe respirar más, se estresa y consume más carbohidratos, por lo tanto llena menos las espigas de arroz. El resultado eran plantas inmaduras que no habían logrado formar el grano.

Rafael Javier Rodríguez, experto en agroclimatología, miembro de la Academia Nacional de Ingeniería y Hábitat y coautor de la investigación que desarrolla la Acfiman, explica al respecto que los cultivos venezolanos enfrentaban en ese momento las secuelas del fenómeno El Niño. Relata que tras la pérdida del rendimiento, “se hicieron estudios etimológicos, fitopatológicos y fisiológicos a los granos inmaduros y se determinó que la causa fundamental del daño fue de índole climatológica”.

Y aunque la situación mejoró los años posteriores, el arroz no se ha salvado por completo de los embates del cambio climático.

Para la elaboración de la Segunda Comunicación Nacional ante la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, se “evaluaron las necesidades de riego y el rendimiento de cultivos, en la condición de agricultura bajo secano, representativa del país (es decir, el cultivo en el que se emplea solo el agua de lluvia, sin intervención del riego artificial), para la región conformada por los estados Portuguesa, Barinas y Apure”. De acuerdo con el estudio, en el peor de los escenarios, los cultivos de arroz en Venezuela podrían perder un tercio de su rendimiento en las próximas décadas.

No es poca cosa, si se considera que en el país el rendimiento del arroz ocupaba ya el penúltimo lugar entre los principales países agrícolas de Latinoamérica para el año 2021, de acuerdo con estadísticas de la FAO, superando solo a Bolivia. Para la fecha, estaba por debajo del promedio latinoamericano por aproximadamente 2000 kg/ha. “Es claro el déficit de productividad del arroz en Venezuela, con la paradoja de contar con tierras con muy buena aptitud para este cultivo”, enfatiza Aníbal Rosales.

Fuente: FAO

PAÍS

ARROZ (2021)

RENDIMIENTO (Kg/ha)

PRODUCCIÓN

(Ton)

Argentina

7266

1.453.187

Bolivia

3078

550.182

Brasil

6903

11.660.603

Chile

6361

146.085

Colombia

6107

3.226.529

Costa Rica

4581

151.018

Ecuador

4420

1.504.214

México

6381

257.041

Paraguay

6632

1.180.600

Perú

8316

3.474.307

Uruguay

9397

1.309.000

Venezuela

4200

788.423

PROMEDIO

6185

 

De acuerdo con la Confederación de Asociaciones de Productores Agropecuarios de Venezuela (Fedeagro), en 2022, el rubro del arroz contó con una superficie sembrada de alrededor de 85.000 hectáreas, con una producción estimada en 429.740 toneladas, lo que representó un incremento del 79% con respecto al año anterior. “El crecimiento se concentró básicamente en las áreas de influencia donde el riego es por gravedad, requiere menos combustible y la tarifa del agua es más baja. Los agricultores dispusieron de materiales genéticos nuevos con buenos rendimientos que los estimularon a incrementar el área de siembra. El año climático favoreció el cultivo y las nuevas variedades respondieron productivamente, alcanzándose un rendimiento promedio alrededor de los 5.0000 kg/ha”, detalla el informe, emitido en marzo de 2023.

Aunque los hechos recientes son esperanzadores, Rafael Rodríguez advierte que de consolidarse El Niño para el período 2023-2024 podría revivirse el escenario de 2018, durante los primeros meses del año que viene, por un aumento de la temperatura mínima. Es decir, como en aquel momento, la producción de arroz podría decaer al punto de no cubrir la demanda nacional y el arroz en el plato de Emily —en nuestros platos— podría volver a escasear por causas climáticas.

 El coral invasor que nos deja sin pescado

El aceite parece crujir cuando entra en contacto con el pescado y, casi inmediatamente, el olor a Caribe se apodera de toda la cocina. Se fríe y se dora en medio de una faena que comenzó muchas horas antes, cuando los pescadores salieron al mar abierto en su búsqueda. Es destripado, descamado y luego distribuido, primero en la costa, luego en mercados de todo el país. En Venezuela, el pescado frito es un plato indispensable. En la playa a la orilla del mar, en hogares, restaurantes… siempre acompañado de tostones de plátano verde y ensalada.

Pero las especies invasoras no conocen de tradiciones.

El Unomia stolonifera, un coral octocoral originario del indo-pacífico, llegó un día, entre los años 2000 y 2005, al Parque Nacional Mochima, un pueblo costero del oriente del país. La teoría más aceptada por la comunidad de biólogos que estudian su expansión —según hechos relatados por la comunidad— es que un hombre dedicado al comercio ilegal de especies marinas lo sembró para reproducirlo y venderlo; cada tanto volvía para recoger su cuantiosa cosecha. Pero, de repente, el coral comenzó a crecer de una forma inesperada, afectando el fondo marino. Y conforme la biodiversidad comenzó a desaparecer, lo hizo también el responsable, quien hasta el momento no ha sido identificado.

Así, sin depredadores y con condiciones climáticas que lo favorecen, Unomia empezó a crecer a un ritmo de 1 m2 por cada dos meses, en contraste con, por ejemplo, los corales cerebro, que suman apenas 1 cm alrededor de cada dos años. Comenzó a arropar todo a su paso con su textura babosa y maloliente, hasta que ya no pudo pasar más desapercibido.

Formas de dispersión:

  • Fragmentos que quedan atrapados en redes de pesca y vuelven al mar en otros lugares
  • Cascos y anclas de embarcaciones
  • Aguas de lastre
  • Caparazones de las tortugas, crustáceos, cangrejos, botellas plásticas y de vidrio, a las que se adhieren fragmentos que son luego transportados a otros sitios
  • Dispersión natural con larvas del coral

Fuente: Proyecto Unomia y Fundación Arrecifes de Venezuela

Pero, ¿por qué su presencia representa un peligro para la seguridad alimentaria, al menos en principio, de Venezuela? Porque el Unomia no solo crece más rápido que nuestros corales locales, los mata; y las especies arrecifales que se resguardan, reproducen y crían en estos espacios se están desplazando a otros para no morir también. ¿El resultado? Una abrupta caída de la pesca.

“Las especies más perjudicadas por el coral son las bentónicas, asociadas al arrecife. Entre las comerciales, es decir, las que afectan directamente al ser humano, están el corocoro, la catalana, el mero, pargo, pámpano, camarón y pulpo”, detalla Mariano Oñoro, coordinador del Proyecto Unomia, fundado por  Juan Pedro Ruiz para buscar, en conjunto con expertos de diversas áreas, una posible solución a los que ellos catalogan como “un desastre ambiental de dimensiones inéditas”.

Oñoro explica que ante la cada vez más frecuente ausencia de especies arrecifales, los pescadores de la costa de Mochima, que viven de la pesca artesanal, ahora dependen de las especies pelágicas, es decir, las que llegan en cardúmenes a la costa por temporadas.

De acuerdo con Gloris Muñoz, presidenta de la Cámara de Comercio y Turismo de Mochima, el estado Sucre (donde se ubica el parque nacional) genera el 70 % de la pesca del país. Sin embargo, según declaraciones de Sonia Rivero, vocero del Frente de Pescadores del estado Sucre, algunas especies ya han desaparecido por completo. “Antes en la noche pescábamos San Pedro, parguito, rabo rubio, catalana y cherneta, ahora eso ya eso no existe porque se han ido a las profundidades”, aseguró en una entrevista con el medio local Crónica.Uno, donde señaló que la producción bajó a 45 % porque de 16 toneladas de pescado que sacaban del mar cada mes ahora no obtienen ni 500 kilos.

Esto, sumado a reportes de la organización Clima 21, un Observatorio de Derechos Humanos Ambientales, que asegura que en Venezuela la pesca ha caído 80 %, ocasionando la “pérdida de más de 20 mil empleos directos y una reducción promedio del 40 % en el ingreso familiar entre las comunidades asociadas a la explotación de este recurso”, pone sobre la mesa la inminente preocupación de que el Unomia contribuya con la inseguridad alimentaria no solo de la costa sino de todo el territorio nacional.

Caribe bajo amenaza

El Unomia fue descubierto en 2007 por el biólogo marino Juan Pedro Ruiz, director de la Fundación La Tortuga, en la Bahía de Conoma, en Puerto La Cruz, estado Anzoátegui. Luego, junto con otros expertos, se logró identificar su especie y origen. Detectaron, así, un peligro inminente: por su rápida reproducción y sus numerosas y fáciles formas de dispersión, Unomia no solo afectaría gravemente a Venezuela, sino que sería un peligro para todo el Caribe.

No se equivocaban. En la actualidad, existen reportes de la presencia del coral en la costa de estados al centro y occidente de Venezuela, y la sospecha de que se ha desplazado a islas cercanas. También la proyección y advertencia de que, de no ser controlado, puede expandirse a Aruba, Curazao, Bonaire, Brasil, Colombia, República Dominicana, México o, incluso, al mar Mediterráneo, a través de aguas de lastre; situación confirmada en Cuba, por ejemplo, donde el coral fue detectado en febrero, en la ensenada de Bacuranao, 16 km al este del puerto y de la refinería de petróleo de La Habana.

La caída de la pesca no es la única secuela del Unomia que afecta las dinámicas económicas y sociales de los pueblos costeros. Su presencia, en muchos casos, desde la orilla de la playa, a escasos 5 cm de profundidad, está afectando el segundo mayor ingreso de estas localidades: el buceo.

“En el fondo del mar hay diferentes tipos de ecosistemas: están los fondos arenosos, rocosos los arrecifes de coral, praderas de pasto marinos, bosques de manglares y, en mayor o menor medida, el Unomia los está afectando a todos”, señala Oñoro. María Olga Sánchez, buceadora profesional que dirige la Fundación Arrecifes de Venezuela, y que colabora con el proyecto Unomia con limpieza subacuática y detección del coral en el centro del país, relata que esto “ha transformado playas paradisíacas en playas con un fondo baboso, que huele muy mal, que es muy desagradable a la vista y al tacto, que mancha la piel”.

Ella y su equipo han sido testigos de la llegada y reproducción del coral invasor, así como de la muerte por falta de oxígeno de toda la vida marina que este cubre, a un ritmo más veloz que el de la búsqueda de soluciones. “La colonia más grande que tenemos en el estado Aragua está en Valle Seco, Choroní. Donde antes había un rompeolas natural lleno de corales bellos, hoy el Unomia ocupa aproximadamente el 80 % de la superficie”.

Aunque las advertencias de biólogos marinos y otros expertos comenzaron en 2011, la respuesta gubernamental llegó apenas en 2017. Actualmente, existe una mesa de trabajo conformada por entes público como el Ministerio de Ecosocialismo, el Ministerio de Ciencia y Tecnología y el Instituto Socialista de la Pesca y Acuicultura, junto con entre privados, como investigadores de la Universidad Central de Venezuela, el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, la Universidad de Oriente, la Universidad Occidente, el Instituto Oceanográfico de Venezuela y el Proyecto Unomia, abocados a la búsqueda de una solución.

Se encuentran a la espera de la autorización para probar un método de extracción mecánico: un prototipo experimental que trabaja con ultrasonidos y turbinas, con el fin de pulverizar al coral y enviarlo al fondo marino como materia orgánica. Solo hasta ese momento conocerán su eficiencia y si causa o no daños colaterales. Y solo hasta ese momento sabrán, también, si nuestra biodiversidad y las especies marinas que forman parte de nuestra gastronomía tienen alguna esperanza.

El incierto futuro de la arepa

Con mantequilla y queso, con aguacate y pollo, con mariscos, con caraotas y tajadas de plátano, con huevos revueltos o hechos perico, con pescado guisado, con carne, con cerdo, siempre recién hecha con harina de maíz blanco en el budare calientico… Para el venezolano, la arepa es un plato fundamental. Se come a diario, una o dos veces al día para quien la repite en la cena, y hasta en el almuerzo para acompañar algún sancocho. Sus reemplazos: la empanada o los bollitos hervidos (bolas de masa, a veces condimentada), se hacen con el mismo ingrediente: maíz. Inclusive el plato más representativo de la navidad venezolana, la hallaca, sería imposible de preparar sin este versátil cereal.

Su producción en los últimos años ha tenido altos y bajos y, aunque su panorama actual es favorable con respecto a épocas recientes, su producción en el país solo alcanza para cubrir entre 15 % y 20 % de la demanda interna, que en otrora alcanzó hasta el 80 %.

En 2021, el Instituto Goddard para el Espacio de la NASA y The Earth Institute de la Universidad de Columbia de la ciudad de Nueva York, determinaron que como consecuencia del cambio climático, en 2030 los cultivos de maíz podrían caer 24 %. Estos cambios harían más difícil el cultivo de maíz en los trópicos y, por lo tanto, en Venezuela.

“No es lo mismo una reducción de 24 % en un país subdesarrollado, verdaderamente subdesarrollado, como Venezuela. Se debe considerar que para 2030, en el país, el maíz continuará siendo un alimento para la gente, la producción agrícola seguramente continuará siendo escasa, no se cubrirá la demanda y, por lo tanto, se continuará importando para satisfacer el déficit”, señala Aníbal Rosales, quien contrasta el uso que se le da en Venezuela a este rubro, con el de Estados Unidos, donde es mayormente usado para alimentar animales.

El agroclimatólogo Rafael Rodríguez señala que estudios más focalizados proyectan que esta caída en Latinoamérica y el Caribe alcanzará al menos el 10 % para mediados de siglo, extendiéndose también a otros cultivos como el arroz o el frijol. Pero afirma también que es importante considerar que la agricultura responde no solo a aspectos biológicos, sino también a otros no biológicos, como la infraestructura, el uso de combustibles o agroquímicos, cuya planificación es determinante en el rendimiento y producción.

Rosales, por su parte, agrega que “el sector agrícola de la mayoría de los países latinoamericanos ha ocupado un lugar importante en la economía de esos países, aportando una porción importante en su Producto Interno Bruto (...), mientras el sector agrícola venezolano enfrenta déficits en insumos, créditos, maquinarias agrícolas, riego”, enumera y dice que no importa cuántos aportes se hagan desde la ciencia si no existen políticas de Estado que los respalden.

Berno Stanic, directivo de Fedeagro en el rubro del maíz, coincide con ambos expertos en este sentido: “La caída que hubo a partir de 2014 fue por condiciones externas políticas o económicas, por la merma en las áreas de siembra y en el poder adquisitivo de los programas de financiamiento, que no permitieron asistir de manera óptima a los cultivos, por falta de insumos, hasta que en 2018 tocamos fondo”.

Sin embargo, difiere sobre el futuro del cultivo. “Es cierto que en el cinturón maicero hacia el centro de EEUU ha habido una caída en la producción en los últimos años, debido al cambio climático. Pero a nivel mundial, en unas partes esto ha afectado el rendimiento y en otra lo ha beneficiado. El cambio climático afecta de una manera distinta al cono norte y al cono sur, no nos afecta a todos de manera plana. En Brasil, por ejemplo, el rendimiento ha mejorado”.

Admite que esto responde no solo al clima sino a factores estatales, “como políticas de adaptación al cambio climático, que han permitido abrir nuevos campos de siembra en este país, donde el gobierno ha apoyado al sector agrícola”. Pero también es optimista sobre el futuro del maíz en Venezuela. “Desde 2019 hemos tenido una recuperación lenta, pero firme. A partir de la crisis, aprendimos a ser un poco más eficientes en el campo”.

Si bien las importaciones son necesarias para cubrir el resto de la demanda local, Stanic asegura que por la fecha en la que se hacen —en vísperas de la cosecha o justo en plena cosecha— el productor nacional, que trabaja el cultivo en medio de la adversidad, queda relegado. Esto, sumado a que los costos de producción locales son similares a los internacionales, pero la producción está muy por debajo, negando al agricultor la posibilidad de competir con precios de alimentos importados.

Fuente: FAO

PAÍS

MAIZ (2021)

RENDIMIENTO (Kg/ha)

PRODUCCIÓN

(Ton)

Argentina

7430

60.525.805

Bolivia

3004

1.224.720

Brasil

4650

88.461.943

Chile

11811

793.823

Colombia

3953

1.591.400

Costa Rica

1773

6.246

Ecuador

4641

1.699.370

México

3852

27.503.478

Paraguay

4129

4.088.093

Perú

3579

1.582.135

Uruguay

5397

769.600

Venezuela

3285

1.541.648

PROMEDIO

4792

 

No niega los embates del cambio climático y admite que “en el estado Portuguesa, en Santa Rosalía, el corazón del granero de Venezuela, tenemos zonas donde están bastante adelantadas en áreas de siembra, mientras en otras, en el mismo estado, la lluvia no ha permitido sembrar”. Pero exhorta a los expertos a ser cautelosos al respecto. “A comienzo de año, expertos en clima recomendaron, incluso directamente a los agricultores, no adelantar siembras en mayo, como suele hacerse, porque luego vendría El Niño y las perjudicaría. Pero, al contrario, ha llovido muchísimo”.

En este escenario de un Estado silente ante un futuro aparentemente irremediable pero incierto, ¿cuál es entonces la solución para que la arepa se conserve en nuestros platos? Rodríguez asevera que el camino es que “el material o la investigación genética se lleve hacia el uso de materiales que toleren sequías, una arquitectura que tolere los vientos fuertes y se adapten los cultivos a nuestras proyecciones del aumento de la temperatura”.

En pocas palabras, ante las amenazas del cambio climático a nuestros cultivos, todos los expertos coinciden en algo: debemos buscar aquellos alimentos que forman parte de nuestras despensas originarias, cuyos patrones agroecológicos sean sostenibles, con nuevos métodos que sean regeneradores de la tierra y reconocer que nuestro patrimonio culinario es más amplio de lo que pensamos.

También una oportunidad para el rescate de lo que llamamos identidad. “A estas alturas del partido sabemos que lo que genera nuestra memoria alimentaria son estas imágenes que se quedan grabadas en nuestro cerebro y que están asociadas a nuestro pasado y a nuestra vida familiar, a nuestra historia familiar”, afirma Castillo D’Imperio.

“Mi identidad con la arepa viene porque yo la como desde que era niña, y la hacía mi abuela y la hacía mi nana. Y las comprábamos en una fábrica de arepas que las hacía en Catia (cuando todavía se hacían de maíz pilado y no de harina), cerca de mi casa, a donde iba a pie con mi mamá, cuando tenía 5 o 6 años, los sábados en la mañana, y me venía abrazando una bolsita de papel marrón donde venían las arepas calienticas, y yo no sabía que era más sabroso, si traerme la bolsita abrazada con un olor exquisito o comérmela. Esa es la identidad”.

Bolivia y Panamá: ¿el arroz en peligro?

Plato Panamá

La variabilidad del clima amenaza uno de los principales cultivos de América Latina y con ello la seguridad alimentaria y el patrimonio culinario de la región más productiva de alimentos del mundo.

Por: Ruth M. Vargas Robles Y Sonia Tejada

En las primeras horas del día, cuando la comunidad aún duerme, Juana ya está en acción. Son las tres de la mañana y su rincón gastronómico, el Kiosko Luís Elián, se prepara para abrir sus puertas. La música suave llena el ambiente mientras se concentra en su labor culinaria. A las 5:00 AM, los clientes comienzan a llegar en busca de desayunos sencillos y reconfortantes.

Sin embargo, es a la hora del almuerzo cuando el kiosko se distingue. Una modesta fila se forma con personas esperando disfrutar de la cocina de Juana. Aunque el menú del día ofrece diversas opciones, desde pollo guisado hasta plátano maduro frito, es la sopa de arroz la que atrae la atención de todos. Se trata del plato estrella, una combinación sencilla pero satisfactoria, que promete mantener llenos los estómagos durante horas. En esta esquina de Panamá, al igual que en todo el país centroamericano, el arroz es un componente esencial de su día a día.

A miles de kilómetros de distancia, en Cotoca, Provincia Andrés Ibañez, Santa Cruz de la Sierra en Bolivia— una escena similar sucede todos las mañanas. Allí, Doña Dorys Peña atiende un pequeño puesto de comida reconocido localmente por la preparación del majadito batido o graneado transmitida de generación en generación.

De la misma manera que su colega panameña, Dorys aprendió las cantidades de ingredientes y tiempos de cocción desde que era niña. Su secreto es diversificar el uso del arroz. Ya sea como un majadito graneado (arroz tostado) o majadito batido, que no se granea y se sazona con una cucharada de colorante de Urucu, sus preparados incluyen cebolla, pimentón, pimienta, comino y charque desmenuzado (carne de res deshidratada), y se complementan con huevos, plátanos y se sirve con yuca (mandioca) hervida.

Juana, por su parte, prepara la sopa con una cantidad menor de condimentos pero el resultado es igual de efectivo. Ella mezcla el arroz con carne y verduras para sumergirlo en un caldo fragante y dotarlo así de un indudable sabor casero sobre el cual comenta modestamente: "Hoy no quedó tan bien". Pero uno de sus comensales no tarda en desmentirla: "échame un poquito más de arroz, por favor".

Ciertamente, el arroz es un vínculo con la tradición, la cultura y la pasión que se comparte en casi toda América Latina y el Caribe. Según los datos proporcionados por la Fondo Regional de Tecnología Agropecuaria (FONTAGRO) es el cuarto alimento más consumido en la región y contribuye en promedio con el 11 % de la ingesta calórica per cápita de los países latinoamericanos. Panamá y Bolivia son dignos representantes de esta abundancia que, a pesar de su indispensable rol protagónico en muchos de sus recetas, podría encarar diversos riesgos en un futuro no muy lejano.

Seguridad alimentaria y cambio climático

En América Latina el arroz fue un cultivo pionero en la primera parte del siglo XX, cuando las variedades de arroz de secano, tanto tradicionales como mejoradas, se adaptaron a los suelos ácidos de las sabanas tropicales, a los valles y a las zonas vecinas a los bosques del trópico. Desde entonces el arroz se ha convertido gradualmente en un alimento básico en la dieta de los consumidores de la región. Según el estudio Nuevos retos y grandes oportunidades tecnológicas para los sistemas arroceros de Luis Roberto Sanint, el consumo per capita de arroz blanco pasó de menos de 10 kg en los años 20 del siglo pasado a cerca de 30 kg en los 90. Para el año 2020 se producían 27 kilos per capita solo para consumo humano, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).

Esta condición lo convierte en un alimento indispensable para la seguridad alimentaria regional, un concepto vital para entender la salud y bienestar de una población y que refiere a la garantía de que todas las personas tengan, en todo momento, acceso a alimentos suficientes, seguros y nutritivos. En el caso de América Latina y el Caribe, este término es crucial pues, a pesar de ser una de las principales regiones productoras y exportadoras de alimentos del mundo, enfrenta desafíos para garantizar el acceso a esos alimentos, además de una gran vulnerabilidad ante el cambio climático.

 El informe "El estado del clima en América Latina y el Caribe 2021", emitido por la Organización Meteorológica Mundial (OMM) ha puesto de manifiesto un panorama alarmante por las consecuencias que la variabilidad del clima puede tener en los ecosistemas, la seguridad alimentaria y la disponibilidad de agua, pasando por la salud de las poblaciones y la lucha contra la pobreza.

En la investigación se habla de cómo las prolongadas sequías, los episodios de precipitaciones intensas, las olas de calor tanto en tierra como en el mar, y el derretimiento de los glaciares. están afectando gravemente a América Latina y el Caribe, desde la región amazónica hasta los Andes y desde las aguas del Pacífico hasta el Atlántico, incluyendo las remotas zonas nevadas de la Patagonia.

¿Menos arroz?

A pesar de las evidencias del cambio climático solemos pensar que el aumento de temperaturas globales, solo afectará a lugares distantes como los polos, donde los glaciares se derriten, o a espesas selvas y bosques tropicales que parecen ajenos a nuestra rutina diaria. Sin embargo, las consecuencias de las emisiones contaminantes en el clima tienen un reflejo palpable en aspectos tan básicos como nuestra comida diaria.

Un ejemplo emblemático de Bolivia sucede con el arroz que está en la base del  Majadito, un plato ancestral arraigado en las tradiciones culinarias cuyo nombre significa "golpeado"  y fue influenciado por la paella española. Sin embargo, hoy en día enfrenta los efectos del aumento de las temperaturas en la región de Santa Cruz de donde es originario.

En tan solo cuatro décadas, mientras que la temperatura global ha aumentado en 0,6 °C, en Santa Cruz ha pasado de 24,7 °C a 25,8 °C. Un fenómeno que se está acelerando, con un aumento promedio de temperatura de 0,3 a 0,4 °C cada década. Expertos, como Gonzalo Colque de la Fundación Tierra, advierten que, en el peor escenario, la región podría experimentar un incremento de 3,2 °C para el año 2060.

En ese escenario las consecuencias podrían ser dramáticas, pues se pasaría a tener de tres días al año con temperaturas superiores a los 40 °C a un número que podría oscilar entre los 14 y los 29. Esto representa una ruptura histórica con los patrones climáticos de los últimos 40 años (1981-2020), según explica José Luis Eyzaguirre, miembro del equipo de investigación de Fundación Tierra.

Pero el problema no se limita a eso. La región está experimentando una disminución del 27% en las lluvias en comparación con hace cuatro décadas. Esta tendencia ha dado lugar a eventos climáticos extremos, desde inundaciones causadas por lluvias intensas en pocos días hasta sequías prolongadas debido a la falta de precipitación.

De lo anterior, una de las consecuencias más evidentes e inmediatas es el llamado desplazamiento intrarregional que tiene que ver con la reconversión productiva de la tierra. Allí, en el Departamento de Santa Cruz, sucede en las provincias de Ichilo-Yapacaní y Sara donde existe un desplazamiento de la producción de arroz hacia el norte del departamento.

Según estudios de la FAN-Bolivia, en el análisis de Mapbiomas Bolivia muestra que en 1985 el área destinada a uso agropecuario era de 2.8 millones de hectáreas, mientras que para el 2021 esta cifra subió a 10.8 millones de hectáreas, es decir, el cambio de uso de suelo por actividades agrícolas y ganaderas tuvo un incremento del 291% lo que impactará tarde o temprano en el clima y en la producción.

Este desplazamiento está vinculado con procesos de degradación de los suelos cultivables que cada vez rinden menos. “Entonces, muchos productores nacionales y extranjeros, grandes, medianos y pequeños siguen optando por buscar otras tierras, con mayor potencial productivo”, dice Joel Richard Valdez, Coordinador de Proyectos de la Fundación Socioambiental Semilla.

Además, hay que considerar que, como expresan los productores asociados de la Federación Nacional de Cooperativas (FENCA) con los cambios en el clima, en las zonas de producción antiguas ahora llueve menos y hay menos humedad, lo que es otro motivo del traslado de las zonas de producción arrocera. A esta variable hay que sumar el endeudamiento de los productores y la escasa innovación tecnológica que en conjunto dificultan el avance del arroz en Bolivia, según Juana Torrez del Centro de Investigación Agrícola Tropical.

Una serpiente que se muerde la cola

Este mismo fenómeno podría ser desastroso en Panamá dado el alto consumo de arroz y que asciende anualmente a cerca de 69.99 kilos por persona, posicionándolo como uno de los principales consumidores a nivel mundial. En este país centroamericano, el cereal no solo forma parte de sus platos más tradicionales, sino que está presente en recetas alimentos como el sushi y la comida china de gran popularidad en los consumidores canaleros. El gusto por el cereal se refleja incluso en las bebidas y postres, como el arroz con leche o el licuado de arroz con piña.

No obstante y a pesar de cultivarse durante todo el año, en épocas de sequía, especialmente entre enero y marzo, y desde mediados de julio hasta mediados de agosto, el país se ve obligado a recurrir a la importación para satisfacer la demanda interna. Tan solo este año, en previsión de una alta demanda, se autorizó la importación de dos millones de quintales de arroz a finales de enero de 2023, evitando el desabastecimiento y, por lo tanto, una posible escalada en los precios. Pero esto podría ser solo el comienzo de un problema mayor pues según estudios de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), al igual que el arroz, el maíz y el frijol en Centroamérica también enfrentan riesgos significativos debido al cambio climático. En un escenario de emisiones crecientes e inacción global, las reducciones estimadas en los rendimientos podrían alcanzar el 35 % para el maíz, el 43 % para el frijol y un escalofriante 50 % para el arroz para fines de siglo, se afirma.

Esto ha llevado al Instituto Internacional de Investigación del Arroz a advertir que la producción de arroz está en peligro debido a eventos climáticos extremos como sequías, inundaciones y temperaturas extremas y, simultáneamente, poniendo en riesgo la subsistencia de millones de pequeños agricultores.

Lo que genera, a su vez, una situación paradójica en la que las prácticas agrícolas se asemejan a un juego de la serpiente que se muerde la cola. Mientras que la inundación de los campos de arroz y la quema de paja al aire libre son prácticas arraigadas e indispensables en la producción de arroz, también son responsables de un efecto adverso notable: la liberación de metano, un gas de efecto invernadero muy poderoso. Como resultado, lo que debería ser una fuente de sustento se convierte en un ciclo destructivo en el que la producción de arroz contribuye a su propia amenaza.

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El tradicional locro carretero

El cambio climático no solo amenaza la producción de grandes cantidades de alimentos, como el arroz, sino que también pone en riesgo el patrimonio culinario de las naciones reflejado en sabores más sutiles y locales. Tal es el caso del locro carretero o locro de gallina, un platillo a base de arroz que tiene raíces profundamente arraigadas en la historia de Bolivia, pues su nombre refleja sus orígenes en las caravanas que atravesaban las extensas llanuras de los departamentos de Santa Cruz, Beni y Pando desde el siglo XVII, cuando ha sido un alimento esencial para los viajeros en largas y desafiantes travesías.

Este plato se prepara de manera sencilla, combinando arroz, presas de pollo, cebolla, zanahoria, pimiento y papas en una olla con agua, que luego se cocina durante unos 20 minutos antes de agregarle orégano y servirlo con yuca hervida. Su importancia radica en su papel como compañero inquebrantable en momentos de penosas travesías, cruzando selvas, pampas, ríos y curichis.

Con el tiempo y la integración de Santa Cruz en el país, el locro carretero ha evolucionado, incorporando ingredientes como papa, cebolla, gallina, urucú para dar color y aceite para realzar su sabor.

Y ni qué decir del pan de arroz que se erige como un símbolo arraigado en la cultura gastronómica de Bolivia. Aunque su origen permanece en la penumbra de la historia, su sabor es incuestionablemente apreciado y su presencia en la mesa es una constante en la vida diaria de muchas personas. Este horneado, envuelto en hojas de plátano, se ha convertido en un acompañamiento infaltable para una taza de café o para refrescarse con bebidas como el mocochinchi o la chicha. La receta tradicional del pan de arroz fusiona ingredientes autóctonos como la yuca, el queso y, por supuesto, el arroz. Cocinarlo es un ritual que implica la cocción y molienda de la yuca, la mezcla con manteca, azúcar, sal y queso, y su posterior horneado en hojas de plátano.

A través de conversaciones con la Sra. Dina Sánchez Urgel, una experta en la elaboración de este manjar en las Cabañas a orillas del Piraí, nos sumergimos en la historia de un alimento que no solo llena de energía, sino que también sustenta a muchas familias. Desde quienes siembran el arroz hasta quienes ordeñan las vacas y preparan con sus propias manos este platillo, el pan de arroz representa una cadena de producción que ha perdurado de generación en generación.

En este sentido, Ricardo Cortez, un chef cruceño y comunicador social, destaca la importancia de preservar las tradiciones culinarias al fusionar lo tradicional y lo moderno en la comida. Conocedor de las amenaza que significa el cambio climático para la producción de alimentos, Cortez subraya que conocer la historia y el origen de los platos es esencial para mantener viva la autenticidad de la gastronomía de una difusión equitativa de tecnologías y recursos financieros para proteger el patrimonio gastronómico y evitar que desaparezcan las tradiciones alimentarias de las naciones.

El sancocho panameño

Igualmente los riesgos asociados al clima los padecerá el sancocho, la sopa más emblemática de Panamá, un sabor que evoca instantáneamente imágenes de presas de pollo, condimentadas con orégano y una variedad de tubérculos que se adaptan al gusto del cocinero. Esta sopa, una deliciosa reminiscencia de hogar, es una fuente de consuelo inigualable. Sin embargo, uno de sus ingredientes fundamentales, el ñame, está experimentando una disminución en su producción.

En Panamá, el ñame ocupa un lugar importante en la preferencia culinaria, particularmente el ñame baboso, apreciado por su capacidad para dar una consistencia cremosa a las sopas y realzar su sabor. Desafortunadamente, esta variedad de ñame se ve amenazada por una enfermedad conocida como antracnosis, causada por el hongo Colletotrichum gloeosporioides, al que el ñame baboso es altamente susceptible.

Las causas tienen que ver con los ambiciosos sistemas de producción que propician la falta de diversidad en los suelos agrícolas convencionales, debido al uso excesivo de químicos y maquinaria. Además, el aumento de la humedad relativa, causado en parte por el cambio climático, ha contribuido al brote de esporas de este hongo, exacerbando el desafío que enfrentan los productores y la preservación del ñame baboso, como resultado, los agricultores se han visto oriillados a producir el ñame diamante, una variedad que resulta resistente al patógeno, pero dista de proporcionar la misma textura y sabor.  La pérdida de sabores y tradiciones puede ser tan imperceptible como implacable para los paladares de las nuevas generaciones.

Otro ejemplo de un sabor que se está desvaneciendo en el país centroamericano es el del dulce de marañón (Anacardium occidentale). Este seudofruto, conocido por su carne jugosa y aroma característico, se ha utilizado en diversas preparaciones, desde bebidas hasta dulces y mermeladas. Aunque el marañón es famoso por sus codiciadas semillas, altamente demandadas a nivel mundial debido a sus propiedades nutricionales, también ha desempeñado un papel fundamental en la repostería y la elaboración de quesos veganos, siendo un componente valioso en la dieta alimentaria.

Lamentablemente, su producción se ha visto gravemente afectado por patógenos que proliferan por el cambio climático. En Panamá, varios patógenos afectan tanto al árbol como a sus frutos y como resultado, la producción de marañón ha experimentado una significativa disminución en los últimos años.

Alimentos en extinción

Estos ejemplos locales de alimentos y sabores amenazados son tan solo una pequeña muestra de un panorama catastrófico con relación a los sabores y aromas que la humanidad ha cultivado y apreciado durante siglos. Así lo muestra en su libro Comiendo hasta la extinción el periodista de la BBC, Dan Sandino, quien habla de cómo los monocultivos están uniformando los sabores de la humanidad, reduciendo la diversidad y, por lo tanto, acotando nuestra cultura culinaria y nuestra experiencia sensorial.

El libro aborda la pérdida de biodiversidad, desde naranjas de las laderas del volcán Etna en Italia, cacao criollo de Venezuela, arroz rojo de China y maíz de las sierras de Oaxaca. Exponiendo los distintos fenómenos globales que literalmente están acabando con la diversidad en nuestras mesas. “El problema es que todos estamos teniendo la misma experiencia a nivel global, comiendo el mismo tipo de sushi o de aguacate, de la misma forma que usamos la misma moda. Comemos, por ejemplo, un solo tipo de banana, Cavendish, aunque hay 2,000 variedades de banana”, escribe Sandino.

Responsabilidad diferenciada y justicia climática

En este panorama desafiante, se hace evidente que el cambio climático trasciende los límites geográficos y se entrelaza intrincadamente con los determinantes sociales, medioambientales y económicos que inciden en la salud y el bienestar de la población. El informe de la Organización Meteorológica Mundial (OMM) destaca las profundas repercusiones de este fenómeno en América Latina y el Caribe, desde la alteración de ecosistemas hasta la amenaza a la seguridad alimentaria y hídrica, la salud de las personas y la lucha contra la pobreza. Además, señala que el cambio climático afecta a todas las dimensiones de la seguridad alimentaria y nutricional en la región, lo que incluye la disponibilidad, el acceso, la utilización y la estabilidad de los alimentos.

Este escenario presenta una paradoja preocupante, ya que, si bien países como Panamá y Bolivia contribuyen solo modestamente a las emisiones globales de gases de efecto invernadero, son excepcionalmente vulnerables a los impactos de la variación del clima y el aumento de las temperaturas. Los eventos climáticos extremos, como el aumento del nivel del mar en Panamá y El Niño en Bolivia, ya están generando desplazamientos de población y amenazando la seguridad alimentaria. "Estamos ante una sequía que no se ha visto en los últimos tiempos. Esto nos tiene que llevar a tomar conciencia a todos los habitantes de Bolivia, a todos los niveles de Estado para que empecemos a trabajar en proyectos para recuperar el agua, en proyectos de prospección, en proyectos para cuidar nuestros bosques, nuestros acuíferos y nuestros ríos", según José Luis Farah presidente de la Cámara Agropecuaria de Oriente (CAO) de Bolivia.

Cuando se escriben estas líneas, 290 municipios de los 340 de Bolivia están bajo emergencia por la escasez de agua lo que afectará de manera directa a la producción de arroz y por ende a la población en su conjunto

La justicia climática y la responsabilidad diferenciada se convierten en cuestiones esenciales en este contexto. Este concepto se refiere al principio de que los países tienen responsabilidades diferentes y distintas basadas en sus niveles históricos de emisiones de gases de efecto invernadero y sus capacidades económicas para enfrentar los desafíos del cambio climático al tiempo que reconoce que no todos los países han contribuido de la misma manera al problema actual del cambio climático y, por lo tanto, no deberían compartir la misma carga o responsabilidad para solucionarlo. Dos ejemplos implacables son Panamá y Bolivia y casi toda la región Latinoamericana y del Caribe que debe de actuar para mitigar los efectos de la crisis ambiental pero también exigir que las naciones industrializadas asuman su responsabilidad histórica y actúen de manera decisiva para mitigar el cambio climático y apoyar a las regiones más afectadas.

La pérdida de ingredientes clave para los platillos regionales no es solo una cuestión gastronómica; es un síntoma de un problema mayor que afecta a la economía, la seguridad alimentaria y la estabilidad social en la región La necesidad de una determinación política más firme, tanto a nivel nacional como local, se vuelve imperativa. Como afirma la periodista ambiental y gastronómica, Raquel Villanueva, “la preservación de la diversidad culinaria y la protección de las comunidades vulnerables son desafíos que requieren un compromiso global y una acción decidida en todos los niveles de la sociedad”.

(*) Este proyecto de Historias Sin Fronteras fue desarrollado con el apoyo del Departamento de Educación Científica del Instituto Médico Howard Hughes e InquireFirst.

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