Transcurrido un año del arrasador huracán Iota y nueve del fallo de La Haya, sobre la delimitación marítima, el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina sigue a la deriva. Análisis de Mateo Córdoba*
El 16 de noviembre del 2020 el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina recibió la fuerza colosal de un huracán de máxima categoría para el que nadie estaba preparado. Las ruinas de Providencia eran la invitación para cambiar el rumbo de una relación marcada por el descuido y la prepotencia entre el continente y las islas. En otro noviembre, pero del 2012, caía en La Haya un fallo que entregaba a Nicaragua 75.000 km2 del espacio marítimo que Colombia controlaba alrededor del archipiélago. También en esa ocasión, con el nacionalismo a flor de piel, se pensó que el fallo podría ser una invitación para reformular la dinámica con que el país se estaba relacionando con las islas. En ambos casos, finalmente poco cambió.
El gobierno de Colombia siempre han creído que lo sabe manejar todo y así fueron condenando a las islas a un turismo insostenible, a la sobrepoblación, a una pérdida histórica de derechos soberanos sobre el mar y una indefensión absoluta de los isleños ante fenómenos naturales como los huracanes. Son la inmensa mayoría los colombianos que llegan y se van de San Andrés y Providencia sin saber que allí está el tercer sistema coralino más grande del mundo, sin conocer nada sobre el pueblo raizal, sin enterarse de que están en medio de la Reserva de Biósfera Seaflower declarada por la Unesco. En últimas, las partes de la historia que nunca se cuentan en el “todo incluido” turístico.
La temporada de huracanes del Caribe sucede todos los años y, contrario a lo que muchos pueden pensar, han sido varios los que han golpeado al archipiélago de San Andrés y Providencia. Sin embargo, la acción de Iota en el 2020 fue fatídica cuando las islas aún hacían balance de daños del huracán ETA, que pasó diez días antes. Y hay que recordar que el ojo del huracán Iota pasó a 18 kilómetros de Providencia y tan solo un día antes de pasar por Providencia, recién se convirtió en huracán categoría 1. Está claro que su fuerza era impredecible, pero con temporada de tormentas cada año debían existir refugios, protocolos de atención rápida y si fuese necesario planes evacuación. En teoría, eso va incluido en la reconstrucción, pero ya casi se acaba la temporada de huracanes de 2021 y el plan del gobierno adolece de la sabiduría raizal y lucha contra sus propios plazos.
Fallo de La Haya, otra tormenta
Y ahora hablemos del fallo de La Haya del 2012, que se sintió en su momento como otra tormenta de noviembre. Cuando la Corte Internacional de Justicia supo que el archipiélago ha sido habitado por más de cuatro siglos por el pueblo raizal dijo, palabras más, palabras menos, que de haberlo sabido su decisión pudiera haber sido otra. Y entonces surgió la pregunta: ¿Por qué Colombia reclamó durante años la soberanía sobre las islas y el mar de Seaflower como si estuviera deshabitado? Quizás tiene que ver de nuevo con creer sabérselas todas, un coctel de centralismo y racismo. Muestra de ello es que después de décadas de comparecer ante la Corte Internacional, fue hasta las audiencias del 2021 que Colombia le dio voz a los raizales en el proceso en La Haya con la intervención de Kent Francis.
Han pasado nueve años y las nuevas fronteras siguen sin marcarse entre Colombia y Nicaragua. Para los dos Estados funciona bien la táctica del desgaste y la dilación. Nicaragua cree tener el sartén por el mango y Colombia supone que puede hacerle el quite al fallo eternamente. El problema es que para los isleños ya no hay tiempo. El Caribe es una bomba de tiempo por su acelerada degradación ambiental y sus efectos amenazan al archipiélago y sus vecinos caribeños por igual.
Y entonces, ¿la soberanía para qué? La discusión cartográfica alrededor de San Andrés y Providencia no puede seguir siendo la excusa que usen los países para aplazar la negociación de un plan conjunto ante la urgencia ambiental. Los raizales son un pueblo del mar, por siglos vivieron hermanados con las costas de Panamá, Nicaragua, Costa Rica, Honduras y Jamaica. Iban y venían en permanente contacto con las comunidades afrocaribeñas y angloparlantes que se asentaron en toda la región. Han navegado y pescado en el mar con plena conciencia de cómo deben cuidarlo. Para el pueblo raizal el coral es la vida misma, es su garantía de comida y futuro, es el escudo natural contra la fuerza del mar. La UNESCO reconoció esto hace 20 años declarando la Reserva de Biósfera Seaflower que hoy se ha quedado pequeña y partida en varias partes por las disputas limítrofes.
Pero para los raizales el mar no es un cúmulo de fronteras, sino un futuro que se comparte con quienes ven el mismo azul. Aún no es tarde para que así lo entiendan los gobiernos.
*Iniciativa Gran Seaflower