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La agricultura ecológica representa una opción de paz nacional, porque aumenta los requerimientos de mano de obra, cuida los bienes naturales, propone solidaridad a todos los niveles, contempla el bienestar gracias a una alimentación sana y reta a los académicos a ser creativos. Por Tomás León Sicard*, especial para Revista ECOGUÍA

 

De alguna forma y poco a poco, el país va entendiendo el significado de la agroecología como movimiento socio-político, ciencia que estudia los agroecosistemas, forma de hacer agricultura o red de símbolos y valores. Ya se viene enterando, por los múltiples trabajos de agroecología que se realizan en fincas, tules, resguardos o cooperativas agrarias, que la agricultura ecológica posee en sí misma una serie de valores y atributos que la candidatizan como un modelo ejemplar, digno de ser imitado en todos los niveles de la producción, con suficiente capacidad para disputar los terrenos que hasta ahora han ganado las técnicas de revolución verde o agricultura convencional.

La agricultura de base agroecológica puede alimentar al mundo, enfriar el planeta, asegurar la soberanía alimentaria, proteger suelos, aguas y biodiversidad para las generaciones futuras, volver más resilientes a los agricultores. Pero, ante todo: la agricultura de base agroecológica puede generar paz entre los colombianos de bien. Porque es una agricultura que reconoce el valor sagrado del alimento.

Esta concepción, del carácter profundamente sagrado del arte de producir alimentos, incluye a los no humanos. Y entre los humanos, a todos. Al anciano y antiguo sacerdote y al viejo pensionado de la urbe moderna. Al que se marchó a la guerra o al obrero que trabaja en las fábricas de manufactura. Al navegante que retorna o al celador de la empresa que no se mueve de su puesto. El alimento es un derecho humano fundamental y así lo comprenden quienes practican la agroecología en sus distintas expresiones.

La sola manera de producir las habas, la leche, los maíces, las naranjas o las tortas, devela la trascendencia que cada agricultor le da a ese sagrado acto, le imprime un sello a los productos de su mano y le deja en el alma los réditos necesarios para continuar en el surco y en la fatiga de sus días.  Y son estos agricultores, en la base de la pirámide de los alimentos, quienes dan el primer paso para otorgarle un sentido de ética a la agricultura, para incluir en ella desde el principio los valores de solidaridad, respeto, generosidad y amor que pueden perderse luego en el camino mercantil, en el supermercado oligopólico, en la política rastrera.

Intercambio de semillas

Pero nada mejor que iniciar la ruta deseada practicando agricultura ecológica, intercambiando semillas nativas sin restricciones, dando y recibiendo conocimientos, dialogando con el tiempo, con las flores, con los insectos (antes que matándolos), entendiendo las señales que vienen en las tormentas, en la floración temprana de las plantas indicadoras, en las primeras migraciones de los pájaros.  Y luego, nada que alegre más el espíritu y que reconforte el alma y las finanzas, que encontrarse con amigos y desconocidos en los mercados ecológicos, lejos de la tiranía de las grandes superficies de alimentos, para vender a precios justos y para comprar lo que produjeron las manos de los hombres y mujeres que iniciaron la cadena ambiental del alimento sano.

Hay quienes creen que producir de esta manera agroecológica empobrece al campesino y le torna más dura su existencia o que su producción no le reportará los mismos dividendos que si se dedicara a cultivar armado con las ideas de eficiencia, uniformidad y precisión que le brinda la ciencia positiva, el modelo convencional y el mercado abierto.

Pero no. No existe incompatibilidad entre producir alimentos sanos, con tecnologías respetuosas del entorno biofísico, pensando en la justicia y la equidad ambiental, con la posibilidad, bien trabajada, de acumular capital.

Es más. En la medida en que se avanza, la sociedad descubre que el agricultor ecológico añade con mayor facilidad valor económico a su actividad y en la misma proporción aumentan sus activos, porque en lugar de eliminar obstáculos (plantas arvenses, conocidas como malezas: insectos que antes se consideraban dañinos, organismos emergentes), suma procesos y activos naturales, cosecha a cosecha, que los vuelve más fuertes, más resilientes, más capaces, con más colaboradores (ahora poseen lombrices que le aran la tierra gratis, plantas que le fijan nitrógeno igualmente gratis, microorganismos que le transforman, sin salario, la materia orgánica, predadores que le cuidan la espalda de posibles plagas, plantas que lo protegen de la erosión y no le cobran nada, animales que lo suplen de abonos sin tener que pagarle a ninguna empresa y sin ejecutar gastos de transporte).  Sus fincas crecen y sus Estructuras Agroecológicas Principales se desarrollan cada día más, hasta convertirse, al mismo tiempo, en refugios de biodiversidad y en altos productores de agrobiodiversidad. Para ello, los agricultores ecológicos demandan más mano de obra, más amigos invitados al convite, a la minga, a la mano volteada. Resiliencia, productividad y estabilidad aseguradas.

Compras saludables

El alimento que proviene de estas granjas o fincas ecológicas, ya viene con su carga de beneficios intangibles para la sociedad en general. Quienes los producen, con seguridad no se están auto-intoxicando con plaguicidas de síntesis química ni se están endeudando para comprar insumos. Quienes los compran, compran salud. Los alimentos ecológicos son sanos y vitales por naturaleza.

Llevan una carga simbólica única de valores y actitudes hacia la vida. Son mensajeros de buena energía, literalmente. Estas fincas ecológicas no contaminan suelos ni aguas. Al contrario: los conservan para las futuras generaciones.  En sus predios aumenta el empleo rural, porque muchas de las prácticas para producir ecológicamente se realizan a mano, a pura fuerza, aunque ello no significa que la mecanización deba estar ausente.

Y aquí la agroecología le devuelve a la agricultura otro de sus símbolos perdidos: la solidaridad. La generosidad de la tierra, en la mano del agricultor ecológico, le da el alimento al que lo requiere. De ahí la aparición y auge de los mercados agroecológicos que se multiplican en las ciudades o en las mismas fincas para quitarle ese poder a la empresa transnacional.

El respeto, como símbolo escondido del oficio agrícola, es otro aporte de la agroecología. Se respeta la vida de los demás seres que intervienen en el campo de cultivo (plantas arvenses, microorganismos, artrópodos, mamíferos, aves), porque cada uno de ellos cumple un papel en el equilibrio global del agroecosistema. La premisa de no matar, se extiende no solo a los habitantes de los agroecosistemas (insectos, hongos o bacterias que ya no se consideran enemigos) sino a todos los seres humanos y no humanos entran en contacto diariamente con la agricultura. Si en el mundo muere una sola persona envenenada con un producto utilizado en un sistema de agricultura, este ya no vale a la luz de la ética. Porque no respeta.

La agricultura ecológica, reuniendo sus atributos y valores simbólicos, es una opción de paz nacional, porque aumenta los requerimientos de mano de obra, cuida los bienes naturales, propone solidaridad a todos los niveles, contempla el bienestar de todas las generaciones, reta a los académicos tradicionales para ser creativos, indica que la vida se recrea en lo simple y que no necesariamente la acumulación de capital produce felicidad. Porque indica que la paz reposa en lo diverso y en el asombro de la belleza de la vida.

*Profesor Titular Instituto de Estudios Ambientales, Universidad Nacional de Colombia