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El quetzal, una de las especies más llamativas de la Reserva Biológica Bosque Nuboso Monteverde, en Costa Rica, se encuentra en estado de vulnerabilidad debido al cambio climático. (Por Katiana Murillo-LatinClima)

SAN JOSÉ DE COSTA RICA.- Es un día de mayo en la Reserva Biológica Bosque Nuboso Monteverde, el primero de lluvia del 2018, y bancos de niebla penetran entre las copas de robles y encinos acariciando los pétalos de las orquídeas, impregnando de gotas de rocío los helechos arborescentes, convirtiendo los musgos en esponjas de agua y descendiendo al piso del bosque con su frescura en medio del chasquido de nuestras botas pisando las hojas secas.

El bosque nuboso volvió a ser lo que era luego de meses de no llover. Este bosque nuboso, que corona la Cordillera de Tilarán, en la zona norte de Costa Rica, y que es famoso en el mundo no solo por la gran diversidad biológica que protege, sino por el modelo de turismo en armonía con la naturaleza que ha impulsado en las comunidades aledañas, tampoco está exento del impacto del cambio climático.

Con el guía naturalista Sergio Vargas, un joven oriundo de la comunidad de Monteverde, me adentré en los senderos de la reserva para seguir el rastro de unas de las especies más hermosas del mundo y también una de las que más podría verse afectadas por el cambio climático: el quetzal (Pharomachrus mocinno).

Con sus brillantes colores, entre los que sobresalen tonos esmeralda y turquesa y una cola que en los machos llega a medir hasta 65 centímetros de longitud, el quetzal es una de las especies icónicas de esta reserva y su rango de distribución se extiende desde el sur de México hasta Panamá. En Guatemala es, incluso, el ave nacional y le da nombre a su moneda.

La Reserva Biológica Bosque Nuboso Monteverde fue creada hace 45 años gracias a la visión y esfuerzo de líderes de la comunidad cuáquera asentada en la zona, que llegaron en la segunda mitad del siglo XX de Alabama y Iowa atraídos por la tradición pacifista de Costa Rica, y de expertos del Centro Científico Tropical (CCT), una organización sin fines de lucro con más de 50 años de generar investigación y propuestas para la convivencia armónica entre el ser humano y los bosques tropicales.

La reserva, administrada por el CCT, cuenta con poco más de 4000 ha., de las cuales solo 13 kilómetros son senderos abiertos al público. Posee el 50% de las especies de animales y plantas de Costa Rica y cerca del 2.5% de la biodiversidad mundial. El 10% de las especies de plantas y árboles que protege son endémicas; es decir, únicamente se encuentran allí, y el 100% de los ingresos que generan actividades como la visitación, el hospedaje y la tienda de recuerdos, se reinvierten en programas de protección, investigación y educación ambiental.

Con Sergio inicié una caminata matutina que me fue revelando poco a poco esos organismos, incluso diminutos, que solo los ojos de un buen guía pueden descubrir, como la Platystele jungermannioides, una de las orquídeas más pequeñas del mundo, que es parte de las 500 especies de estas plantas que habitan la reserva e integran la colección natural más grande del mundo.

También descubrimos escarabajos cerambícidos con antenas más largas que su mismo cuerpo para detectar olores a grandes distancias, el milpiés gigante de hojarasca (Nissodesmus phyton) apurando el paso, palitos secos (Calinda Bicuspis) camuflados como perfectas ramas entre la vegetación, una tarántula de rodillas anaranjadas (Megaphobema mesomelas) saliendo tímidamente de su agujero y una pava granadera (Penelope purpurascens) con su penacho negro característico haciendo ruido entre las ramas.

Pero lo que es imposible de pasar por alto son los sonidos de las aves cantoras, como el del jilguero (Carduelis carduelis) y el pájaro campana (Procnias tricarunculatus), que suenan en la inmensidad del bosque, algunas veces como melodiosos ecos lejanos.

La esperanza era descubrir en algún momento entre esa variedad de cantos el del quetzal. Llevábamos ya más de una hora de caminata en medio de la lluvia, la que nos había llevado también a una pequeña catarata que lucía abundante ese día, y de pronto, al pasar por un claro Sergio pidió detenernos y hacer silencio. En lo alto, descansando en las ramas de un frondoso roble cargado de epífitas, no solo se encontraba uno, sino dos quetzales, macho y hembra para mi deleite.

Nunca había visto un ave tan bella. No en vano, como recordó Sergio, sus plumas eran utilizadas para decorar la indumentaria de reyes y sacerdotes indígenas en Mesoamérica.

El macho voló desplegando esa larguísima cola con la que realiza sus famosas acrobacias de conquista y descubriendo también su amplio pecho rojo. La hembra permaneció más tiempo como para mostrar, pese a su menor tamaño, ese llamativo plumaje esmeralda que la caracteriza también.

El quetzal es monógamo en época de reproducción y cada pareja tiene dos crías. En la reserva permanecen de enero a mayo, que es cuando anidan. Luego migran en junio y julio a zonas más bajas de la vertiente del Pacífico cuando el clima se torna más severo y el alimento escasea.

Una amenaza silenciosa

Precisamente los cambios en el clima, de los cuales la reserva no está exenta, son una potencial amenaza para la sobrevivencia del quetzal.

Uno de los científicos del CCT, Alan Pounds, ha investigado por décadas la variabilidad climática que sufre la reserva y ha observado cambios importantes tanto en la temperatura como en la precipitación. La tendencia es hacia extremos: días secos sin ninguna precipitación y periodos con más precipitación de la normal.

En los años 70, por ejemplo, se registraban 20 días al año sin precipitación, ahora hay más de 100, cuadruplicándose la cantidad de sequía a lo largo de 46 años de investigaciones. También hay años más secos o con muchísima precipitación porque existe más variabilidad.

Esta situación está causando la pérdida de la llovizna, que es la lluvia horizontal generada por la neblina característica del bosque nuboso, convirtiendo a este ecosistema poco a poco en un bosque lluvioso.

Estos cambios tienen impactos importantes en lo que lo científicos llaman bioarmonía, porque el insumo de esta llovizna es vital para muchos organismos del bosque nuboso. “Entonces especies que son adaptables a un bosque nuboso, tienen menos éxito que antes”, señala Pounds.

Este es el caso de especies de lagartijas como las Anolis; anfibios, como las ranas de cristal o centrolénidos; aves, como el quetzal, y plantas como las orquídeas, que el CCT está estudiando en la reserva y que sufren afectaciones en aspectos como disponibilidad de alimento, condiciones de de reproducción, competencia y salud.

El bosque nuboso de la reserva se podría decir que es el “techo” para muchas especies que ya estaban adaptadas a un cierto rango de temperaturas y humedad y el quetzal no es la excepción, ya que está perdiendo territorio en las partes más al sur y al oeste de su distribución, lo cual se considera preocupante.

La Cordillera de Tilarán, al ser relativamente baja, con picos de aproximadamente 1.800 metros sobre el nivel del mar, hace que esta ave no tenga adónde desplazarse más arriba para anidar.

Visitantes inesperados

Esto se agrava al aparecer en la reserva nuevas especies características de tierras bajas, como el tucán pico iris (Ramphastos sulfuratus), que pueden convertirse en potenciales depredadores o competir por alimento.”Es como abrir la puerta y que venga la chusma de la bajura, llegan aquí e interactúan con las especies de más arriba”, señala Pounds.

Y estas consecuencias de los cambios climáticos vienen a agravar problemas que ya existían, como la pérdida de hábitat y la cacería en sitios no protegidos.

En la reserva ya han desaparecido especies como la rana arlequín (Atelopus varius) y el sapo dorado (Bufo periglenes). Este último era una especie endémica de la reserva cuya extinción, según Pounds, muchos le atribuyen a enfermedad pero que los resultados de las investigaciones “van a mostrar poco a poco que el clima ha influido en esos cambios también”.

El aumento en el número e intensidad de fenómenos meteorológicos extremos, como tormentas y huracanes, que provocan deslaves y derrumbes, también afecta al bosque nuboso porque este se cae más rápido de lo que puede regenerarse.

Mientras todo esto sucede, Sergio, al igual que el grupo de guías naturalistas que trabaja en la reserva, sigue atendiendo un importante porcentaje de los cerca de 80.000 visitantes anuales que llegan a conocer y experimentar este bosque mágico de altura.

De la reserva y sus atractivos naturales dependen también decenas de negocios turísticos o comerciales asociados a esta actividad, que operan en las comunidades de Santa Elena y Monteverde y sirven a unos 200.000 visitantes al año.

“La reserva es importante por su gran biodiversidad, es un bosque de los cuales quedan pocos en el mundo y muy vulnerable a los cambios climáticos; alberga cientos de especies de aves y plantas que dependen del ecosistema y del tipo de clima que hay aquí, y también nos brinda trabajo a la comunidad de Monteverde”, señala Sergio.

¿Qué hacer, entonces, frente al cambio climático?

Según Pounds, la humanidad tiene que evitar el peor de los escenarios climáticos, ya que también se ve afectada la biodiversidad, que no pueden adaptarse de la noche a la mañana a cambios drásticos en el clima del planeta, y esto solamente se logra con un cambio en los hábitos de consumo que reduzcan las emisiones de gases de efecto invernadero, ya que todo está interconectado.

De eso dependerá que el canto del quetzal siga escuchándose en las profundidades de un bosque que también lucha por sobrevivir.